Lento existir
- Pao Romero

- 21 sept
- 7 Min. de lectura
Ella estaba sentada otra vez a la orilla de la cama. 7:03. Ya era tiempo de levantarse, pero todavía no empezaba a existir. Se había despertado con lagañas en el cerebro y hasta que el hambre apremiara y la realidad la sacara de su trance existencial, no podría comenzar el día.
Sintió a su perro inquietarse. 7:07.
Ella aún no despertaba a la realidad, pero él sí. Volteó a verlo y él le lanzó unos ojos juzgadores. Volvió la mirada a la pared morada de su habitación, recorriendo cada parte y textura con la vista. Cruzó miradas con la chica del espejo, con quien a veces se encontraba mientras se peinaba parada junto a la cama. Se veían fijamente por horas, minutos, años. No siempre era la misma chica en ese espejo; hoy, por ejemplo, se veía despeinada y con una mirada vacía.
—Tal vez hoy es uno de esos días, sí, sin duda —se dijo a sí misma—. De esos días donde existe, pero está ausente.
Su perro se volvió a inquietar y gruñó un poco, señal de desesperación. 7:15.Pausó su ausencia y regresó a la realidad. Su perro no debía pagar por su necesidad de evadir la existencia, al menos no antes de su paseo matutino.Se levantó, buscó sus sandalias y cualquier prenda que le permitiera salir a la calle a pasear a su mascota. Pero debía ser algo que no implicara gastar demasiada energía, porque a veces el pantalón de rayas azules pesaba una tonelada y hoy no podría levantar ese peso, y la blusa floreada al pie de la cama le parecía un adorno inútil. 7:22. Encontró un short. La mente se le despejó un poco; sus pensamientos, como nubes en el cielo, empezaron a moverse lentamente, despejando la atmósfera, filtrando algunos rayos de sol y regándolos por las extensas praderas de ideas suicidas y pensamientos invasivos de su mente.
Poco a poco se activó. 7:28. Mientras, su perro brincaba por toda la sala, emocionado por salir a ladrarle a medio parque; apresurándola, empujándola a la realidad. Tomó sus lentes oscuros, su gorra, la sudadera con capucha —todo lo que pudiera usar como barrera para salir al mundo—, audífonos, la máscara de ser humano, las llaves y la correa. 7:32. Salieron al pasillo. Su perro se alteró al pasar frente a la casa de Tobías, el perro salchicha de la vecina de abajo: rutinas, ruido, y el primer impacto de la vida más allá de la puerta del departamento 202.
Llegaron a la puerta de la calle, que abrió lentamente, como quien se asoma a un campo de batalla desolado, preparándose para lo que habría del otro lado. 7:39. Dio un paso en la banqueta y el sol la golpeó, bañándola en una lluvia torrencial de calor que, por instinto, la hizo retroceder unos pasos hacia atrás, al pasillo oscuro del edificio, hacia la tranquilidad, hacia la quietud, y al frío antiguo de un cuerpo que ya no respira. Pero su perro no permitiría que su paseo se dilatara más por tanta exposición a la existencia misma: le gruñó y tiró de su correa. Así fue como se aventuraron al exterior. 7:42.
Después de caminar unas cuadras, sin mayor circo, llegaron al parque. 7:52. Buscó la banca de siempre, amarró a su perro y se sentó a ver la vida pasar, la gente pasar. Le gustaría leer la mente de las personas, saber qué piensan, a dónde van, de dónde vienen, qué impulso las hace salir a correr tan temprano en la mañana (si, para ella era temprano, al menos para hacer actividades como correr). Siguió contemplando, de dónde se conocen esas dos señoras que pasan trotando, se preguntaba. Los chicos que juegan en la cancha de fútbol: ¿son amigos o son primos? ¿La notarán las personas que pasan a su lado? Así como ella les nota y les inventa vidas. O solo pasará desapercibida ante los ojos del resto del mundo, como un ente más que se cruza por el camino de los habitantes de esta enorme ciudad.
Después de un buen rato de analizar la vida exterior, desató a su perro y continuó el resto del paseo; caminaron por los senderos del parque, le gusta pisar los distintos caminos que hay. 8:05. Un tramo de concreto, otro más de grava suelta y otro de un material acolchado para los corredores; también se colaban por los jardines a caminar sobre pasto y tierra mojada. Había aprendido a filtrar los sonidos y solo percibía el tronar de las hojas, el ruido de los pájaros, la suave brisa arrastrando el polvo, el olfateo de su perro entre los arbustos. Qué genial sería poder caminar descalza, pensó, pero en medio de la ciudad y rodeada de perros, la idea se le antojaba absurda y encantadora al mismo tiempo.
Por fin su perro hace sus necesidades y pueden regresar a casa de inmediato. Andan por el mismo rumbo por el que llegaron, rutinas. 8:12. La brisa del día la hace sentir un poco más viva, aunque el ruido y el movimiento de la ciudad le recuerda que todo se mueve más rápido que ella, que la vida pasa más rápido de lo que ella puede vivirla. Sin embargo, por un instante, nota los destellos del sol sobre las hojas, el ritmo acompasado de su perro y un murmullo de conversaciones que se mezclan con los pájaros; algo dentro de ella se estira apenas un poco, como si sus pasos fueran un hilo que la conecta con un mundo que sigue latiendo.
Mete sus manos en la bolsa y busca las llaves; los dedos se deslizan por un sinfín de objetos desconocidos, su tacto funcionando como sus ojos. 8:17. Siempre se pregunta por qué carga con tantas cosas en la bolsa y, metafóricamente, también por qué carga con tantas cosas en la mente, en el alma. La respuesta siempre es la misma: porque no ha querido desechar lo que ya no usa, porque se imagina que en algún momento necesitará esos objetos viejos y arrumbados, tanto en su recuerdo como en su bolsa. Va pensando en eso mientras cruza el pasillo, sube al primer piso y se prepara para pelear con su perro y el duelo permanente que mantiene con Tobías.
Llegan a su departamento y entran, nada mejor para calmar la mente y el alma que regresar a su espacio seguro, en silencio y fresco que es lo que llaman “hogar”. 8:23.
Las exigencias de su perro no terminaron con el paseo, ahora demanda su desayuno. Le sirve una taza de croquetas, deja las llaves y la correa en el perchero, y por un instante se pregunta si debería volver a la cama y desconectarse del mundo, o simplemente bañarse, o preparar algo de comer. Observa el reloj: 8:27. La cama la llama, pero sabe que no puede ceder; la oficina la espera, las reuniones no se pueden aplazar.
El baño será. 8:32. Toma su toalla, elige una canción que marque el ritmo del ritual y abre la regadera. Ni siquiera espera a que el agua corriente salga caliente; sin pensarlo, entra al frío chorro de agua. Necesita aterrizar más en la realidad: su piel se eriza y tiembla ante el cambio de temperatura. Se queda quieta, sintiendo el agua recorrer su carne. Poco a poco, la sensación de frío pasa a cálida; la abraza y reconforta. Sus pensamientos se mezclan con el sonido de las gotas. La rutina es un hilo que la ancla a la vida, un hilo que muchas veces es tan frágil que, al romperse, ella cae en una espiral de sensaciones, perdida entre la realidad y la existencia. Es necesaria esa danza que repite todos los días y que, sin embargo, cada vez le parece distinta, como si dentro de la misma acción pudiera asomar un instante de alivio, de claridad, de… existencia.
Sale de la regadera, se seca con paciencia, cepilla sus dientes, acaricia su pelo. 8:40. Sus dedos se deslizan por su piel húmeda. Las sensaciones se despiertan aún más, sus pezones erectos son la señal de que está volviendo a ser ese ser carnal y deseante que a veces tarda días, semanas y hasta meses en aparecerse. Esperanzada por esa sensación entra a su habitación con más vida, y al cruzar la mirada una vez más con la chica del espejo, ya no la nota tan vacía, encuentra en ella un leve reflejo de deseos de existir. Su cabello está despeinado, pero sus pensamientos alineados, su cuerpo húmedo y desnudo. Se detiene en cada parte de su piel, analiza sus abundantes pechos, los tatuajes de sus piernas, el cuerpo pródigo en redondeces, carne, curvas y más carne que se refleja en aquel espejo. Sentirse así era recordarle a su mente que aún estaba viva.
Analiza el clima, su ánimo y las opciones de ropa limpia en el clóset. 8:45. Siente más energía que al despertar; los pantalones a rayas azules ya no pesan como en la mañana. Vestida y peinada, comienza a reunir sus cosas para la oficina: un par de libros por si quiere leer entre calles y semáforos, su libreta de apuntes por si surgen palabras que no pueden esperar, y por último guarda la silenciosa esperanza de que brote ese impulso de hacer algo más que existir. Por eso todos los días carga libros, libretas, plumas: lista para atacar su realidad en algo etéreo y poético existir. Mete también su monedero, lentes, perfume… lo mismo de siempre, pero cada gesto pesa distinto según su ánimo. Su perro la observa desde el sillón, juez del tiempo transcurrido, consciente de que pronto quedará solo en casa, mientras ella se adentra en el ritmo del mundo exterior.
Camina hacia la puerta pensando si debe llevar comida de casa (lo cual implicaría no solo otros quince minutos de su tiempo, sino también el esfuerzo que eso requiere), pero decide tomar solo una manzana del frutero, un yogurt del refrigerador, y el resto lo resolverá camino al trabajo. 8:52. Toma sus llaves de la pared, abre la puerta. —Pórtate bien —le susurra a su perro mientras lo besa en la cabeza— y sale a la vida.
Solo tarda tres escalones en darse cuenta de que estaba olvidando lo más importante. Vuelve a buscar el llavero en su bolsa y abre el departamento. Su perro, extrañado, se asoma para ver qué sucede. —¡Se me olvidó algo! —le grita desde la puerta—. Abre el pequeño mueble que está junto a su habitación y lo toma. Sale de nuevo al pasillo, echa llave a la puerta, y mientras baja las escaleras, se va poniendo su máscara de mujer funcional, feliz y cero introspectiva; lo que sea necesario para no revelar su esencia y pasar sin pena ni gloria un día más de su vida.
8:59
Un día más de su lento existir.




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