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Aprender a regar

  • Foto del escritor: Pao Romero
    Pao Romero
  • hace 2 días
  • 4 Min. de lectura

A Mariana le cuesta recordar el ánimo de cuando se le hizo buena idea llenar su casa de plantas. Probablemente se imaginaba viviendo en un departamento medio selvático en medio de la gran ciudad, como en esas fotografías de redes sociales: espacios luminosos, llenos de verde y macetas hermosas. Hoy, en cambio, está sentada frente a más de una docena de plantas a medio vivir, sin saber qué hacer con ellas, con la boca seca y una sensación incómoda de haber fallado en algo que todavía no sabe nombrar.


Grandioso el momento en que se le ocurrió que, si bien no sabía qué hacer con su vida, sí sabría qué hacer con veinte plantas en su pequeño departamento. Pobre de ella. Pobre de las plantas. Seguramente no tardará en lanzar un aviso en sus redes sociales: Amigos, no puedo más. Doy en adopción mis plantas. Si eres capaz de rescatarlas, comunícate al 55249256. Llama hoy y salva una planta.

La sed insiste.


Mientras da vueltas con esos pensamientos, se levanta del sillón en el que está sentada. Lo hice con desgano, pero muere de sed y ha postergado tomar agua durante toda la mañana. Se sirve en su vaso preferido y, en ese gesto mínimo, nota otras tres macetas con plantas moribundas. El mundo se le viene encima: ¿qué diablos voy a hacer con veinte cadáveres de plantas si no hago algo pronto? murmura para sus adentros.

Da un sorbo de agua y, por unos instantes, logra soltar el pensamiento. Regresa a aquel fin de semana nublado en que fue a los viveros.


Era un día nostálgico, pero lleno de ilusiones. Tiendas y vida verde por donde volteara. Las posibilidades parecían infinitas y su ánimo revoloteaba por todo el lugar; se sentía como un rayo de sol filtrándose entre las nubes tormentosas de septiembre.


La bolsa con restos de tierra sigue a medio doblar en el perchero de la entrada del departamento y el clima sigue nublado. Lo peor no es que su casa pronto sería un cementerio lleno de cadáveres de plantas, sino que ella sería tanto la asesina, la sepulturera que debe deshacerse de la evidencia, así como la familia de la víctima acongojada por su falta de atención, pero bueno, al menos no son hijos los que debo cuidar, dijo con algo de ironía en voz baja.


Dio otro sorbo de agua.La sed no se iba.


Toma su celular, dándole vueltas a la idea del anuncio en sus redes sociales; sin duda, alguna amiga podría llegar a rescatar a esas pobres plantas a medio morir. Mientras da otro sorbo de agua, se da cuenta de que no ha regado las plantas en quién sabe cuánto tiempo. ¿Y así pretendes que no se te mueran? Se sigue reprochando a sí misma mientras llena un vaso con agua.


No deja de recriminarse el descuido de no regarlas, pero al mismo tiempo se da cuenta que apenas se acuerda de tomar agua, ¿cómo va a acordarse de regar plantas? ¿En qué momento se le hizo buena idea tener veinte plantas? Veinte. 


Ahora que lo piensa, el departamento sí se ve como esas fotos de redes sociales. Se ve precioso (no tanto, porque las plantas están muriendo poco a poco), pero sin duda eso ha hecho que Mariana se sienta de mejor humor, a pesar de tener una mañana dificil.

Se acerca a la primera planta que ve. No elige ninguna en particular, solo la que estaba más a la mano (aunque, al parecer, sí es la más moribunda del departamento): una violeta en una maceta con forma de cráneo. Tal vez desde que la trasplantó a esa maceta la violeta tenía los días contados, como si tenerla ahí fuera un mal augurio.

Le quedan sólo algunas hojas verdes, desmayadas pero aún aferradas a la vida; el resto ya están más muertas que vivas. No se atreve a arrancarlas. No todavía. Le parece rendirse con la violeta, y Mariana no está lista para eso.


Vierte el agua lentamente, esperando que la violeta reviva como quien recibe un elixir de vida. Pero, obviamente, no pasa eso. No pasa nada. El agua se absorbe de inmediato y comienza a filtrarse por debajo de la maceta. Mariana observa cómo el líquido corre lentamente por la barra de la cocina donde está instalada, y se queda mirándolo, todavía esperando el milagro.


Aún con agua suficiente para una maceta más, se dirige a la galatea que tiene en una maceta blanca. Esa maceta es reciclada: la planta que vivía ahí murió meses atrás. Seguramente, al igual que la violeta, fue un mal augurio plantarla en un lugar donde ya había muerto otra.


Vierte el agua poco a poco, con menos atención y menos esperanza que con la violeta; observa cómo la tierra se humedece de inmediato y, de pronto, la culpa pesa menos. La expectativa de verla revivir es más pequeña y el peso del mundo a sus espaldas se vuelve absurdo. Voltea a ver el resto de las dieciocho plantas que faltan por regar y se da cuenta de que hoy empezó con la carga de veinte plantas moribundas, pero que, solo por hoy, al final se trató de dos. 


El agua no alcanzó para una tercera planta, ni el agua ni sus ganas de cuidar, deja el vaso en la barra de la cocina, toma otro sorbo de su vaso, la sed no se le ha quitado. Se sienta a seguir contemplado su existencia: la de la violeta, la galatea y del resto de sus 18 plantas esperando ser regadas. Esperando algo de atención, como ella. El peso de cuidar sigue latente en su espalda. Se da cuenta de que no solo le pesa cuidar de las plantas, sino cuidarse a sí misma.


También ella tiene sed.


Toma el celular. La idea de darlas en adopción vuelve a rondarle la cabeza, pero esta vez cambia de forma. Escribe despacio, como si estuviera midiendo cada palabra:

Amigas, ¿alguien quiere adoptar las plantas de mi depa? La adopción incluye cafecito y plática. No me vendría mal la compañía estos días; las plantas y yo estamos moribundas por atención. Llama hoy y salva a una humana semifuncional.


Publicar…


Deja el celular sobre la mesa, el vaso queda a medio vacío.

A medias, pero suficiente por hoy.

 
 
 
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