Bailando con la noche
- Pao Romero

- 25 sept
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 10 oct
Si te despiertas de golpe, a las 2:00 de la mañana, con frío en los pies y sin saber qué día es, un leve tintineo atraviesa la oscuridad. ¿Dónde estás? ¿El sueño terminó o la escena sólo cambió? El tintineo… ¿son cascabeles? ¿O sigues dormida y en el mismo sueño imaginas que despiertas, imaginas ese sonido?
Te incorporas, sentada a la orilla de la cama. Ves la luna por la ventana y una ligera lluvia cae sobre la ciudad dormida. Sientes frío. Prendes la luz de tu mesita de noche y Tobías, tu perro, te voltea a ver con ojos de pocos amigos, porque él sí estaba durmiendo. Buscas unas calcetas y un suéter, más por inercia que por la necesidad de abrigarte. Como si vestirte significara rendirte a la tibieza, traicionar esa aspereza que el frío te ofrece, un recordatorio cruel y dulce de que todavía existes. Dejas las prendas a un lado y disfrutas sentir el frío rozar tu piel; te quedas con él como única caricia por tu cuerpo. Reflexionas un momento cuántas veces cedes ante la inercia de actuar como si no tuvieses libre albedrío. A menudo, la existencia se desliza entre actos mecánicos, pero el frío sobre tu piel te recuerda que, aunque la inercia mande, sigues estando aquí, siendo tú. Apagas la luz para que Tobías siga durmiendo. Te quedas sintiendo tu existencia un rato más en la oscuridad.
Vuelves a ver por la ventana la lluvia caer. Te hipnotiza la cadencia de las gotas a contraluz del faro de la calle. Enseguida notas la ironía: a ti te falta agua. La sed se hace presente de golpe. Te levantas; el contacto del piso helado bajo tus pies te sobresalta. Lo disfrutas y avanzas por el pasillo hacia la cocina sin prender la luz, atenta a cada paso. Abres el refrigerador y la penumbra se corta con la luz blanca que emana de su interior. Tomas una botella de agua fría. Cierras la puerta: prefieres que la oscuridad vuelva a cubrirlo todo. Pasas la botella helada por tus brazos, tu cara, tus vientre, como si necesitaras confirmar que el contacto es real. Te estremeces. Bebes un sorbo: el frío se desliza por tu garganta y te habita. Ahora tú también eres frío por dentro.
Mientras das otro sorbo de agua, algo te ancla de nuevo a la realidad: tus ojos se posan en el espejo de la sala y lo ves, detrás de ti, deslizarse por el pasillo, prendido a la orilla de tu sombra —ese arlequín—. No lo miras de frente; esta noche pide tregua. Es demasiado tarde para entregarte a pensamientos que tiran de ti hacia abajo, que te escupen al letargo existencial. Y aun así, los cascabeles suenan cerca, rozándote el oído. Es tarde. Ya es tarde.
Dejas la botella de agua sobre la barra de la cocina. Tomas las llaves de la azotea y, por inercia, caminas hacia la puerta. El ruido metálico de las llaves al entrar en la cerradura hace que Tobías se levante, lleno de pereza, para ver qué sucede y a dónde vas. —Ya vuelvo —le susurras, y sales del departamento, descalza. Subes los tres pisos que te separan de la azotea; cada escalón resuena como un latido en tu desconexión del mundo, un ritmo que te recuerda que la vida sigue abajo, ajena y distante. El aire húmedo empieza a filtrarse por la puerta entreabierta, un olor a lluvia y cemento mojado te anuncia la cercanía del exterior. Empujas la vieja y pesada puerta y entras en la oscura y lluviosa atmósfera de la noche, el mundo mojado golpeándote como si estuvieras entrando en otra dimensión.
Cuando sientes el golpe de frío por la brisa y la lluvia, te arrepientes de haber salido sin el suéter y los zapatos que estaban a la mano a la orilla de tu cama, pero ¿de qué otra manera podrías arrastrarte a sentirte viva? Sentir las gotas de lluvia resbalar por tu piel, los pies sumergidos unos pocos centímetros en el piso encharcado y la leve brisa de la noche te hacen sentir viva. Un leve tintineo cruza tu mente, apenas audible, como un susurro en la penumbra, recordándote que algo invisible y constante te acompañó desde tu cama hasta la azotea. Ahora, al elevarte sobre la ciudad dormida, aquel susurro toma forma: una figura oscura y esbelta se dibuja entre la penumbra de la azotea, el arlequín que te siguió, que ya no es solo sonido, que está allí, presente, observándote con su movimiento silencioso, casi etéreo, como un compañero inseparable de tu insomnio y de tu impulso de sentir la vida en cada gota de lluvia, que baila contigo, con tus pensamientos y tus miedos.
Te acercas a la orilla del edificio, observando cómo duerme la ciudad. Miras hacia el cielo: un cúmulo de nubes grises y esponjosas tapiza toda la atmósfera; la luna llena se asoma tímidamente entre ellas, alumbrando levemente a tu alrededor. Abajo, la calle vacía se ve lúgubre.
Un susurro crece hasta volverse un grito apenas audible, atravesando la bruma de la noche: el arlequín, burlón y exigente, parece decir tu nombre, instándote a sentirlo todo. Ciega a su llamado, cierras los ojos y la respiración se corta. Te dejas caer. Sin pensarlo. El viento despeina tu cabello. La caída es libre y brutal; cada instante se condensa en tu pecho. Los cascabeles del arlequín explotan en tu mente, tintineando con la fuerza de tu corazón que te golpea en la garganta, un ritmo salvaje y eléctrico que te recuerda que aún estás viva. Por un instante, nada importa excepto la sensación pura de caer, la suspensión completa donde la ciudad, la luna y la noche desaparecen; existe solo tu cuerpo, el arlequín y el instante interminable de dejarte ir.
Sigues cayendo, pero algo cambia: tus pensamientos, antes absorbidos por la inercia de la noche y la soledad, se vuelven hacia quienes te rodean. Piensas en Tobías, en sí alguien más lo cuidará con el mismo cariño que tú; en tu mamá, que quedó en llamarte al día siguiente; en tu hermana, que espera que le ayudes a revisar unos documentos de su oficina. Cada rostro que cruza tu mente te recuerda que no estás sola, que tus actos, por pequeños que parezcan, dejan huella. Incluso tú, suspendida en ese instante que parece eterno, sientes cómo tu presencia importa. El edificio no es tan alto como para detener tu reflexión; un grito ahogado se atora en tu garganta. Por un instante, el vértigo de la caída se transforma en una especie de despertar: el mundo no se reduce a tu cuerpo ni al arlequín que te acompaña, sino que se extiende hacia todos aquellos que te esperan y confían en ti.
De repente, abres los ojos y estás de nuevo en tu cama, los latidos de tu corazón aún golpeando con fuerza en la garganta, resonando como los cascabeles que imaginaste acompañando al arlequín. El eco de la caída sigue vibrando en tu pecho, mezclado con un tintineo real: Tobías se acomoda en la cama junto a ti y su collar suena suavemente al rozar las sábanas. Volteas a verlo, panza arriba y a medio roncar; la luna se filtra por tus cortinas, iluminando tenuemente la habitación. La lluvia sigue cayendo, constante. Estás viva. ¿Estás viva?




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