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Anatomía de una ilusión incendiada

  • Foto del escritor: Pao Romero
    Pao Romero
  • 1 ene
  • 3 Min. de lectura

Hace días que la pluma ruega por hincarse ante el desamor que has cargado por semanas. La tinta busca arrastrarse lenta, como un muerto, escurriendo por el papel para dejar la huella del desahucio, para dejar un testimonio del corazón roto que cargas, el testimonio de la fantasía degollada a sangre fría que llevas a cuestas desde hace días, desde hace semanas.


—¡Ya era hora! —grita la razón—. Ya bien conoces cómo acaban estos deseos prohibidos. Te jalan, te queman, te hunden. Pero tú, aun sabiendo el desenlace, disfrutas pasarle la lengua desde la punta del dedo hasta donde tu propio engaño te lo permite, y sigues, aunque queme, aunque duela. No paras hasta destruirte, hasta que, como ahora, debes recoger, barrer y esnifar cada trozo, cada mota de corazón roto que puedas encontrar.


Pero de eso vivimos, ¿es que no lo ves? —responde el corazón— Vivimos de deseos degollados, fantasías fugaces y amores traslúcidos. Esta es nuestra gasolina para sentirnos vivos.


Lo que calma tu sed y la necesidad de sentirte viva, heridas autoinfligidas de donde sacas sangre para escribir estas líneas. ¿De dónde más la sacarías? Si no fuera de tus propias entrañas, porque todos los corazones sangran, pero el tuyo lo hace de una manera tan particular que pareciera que para eso fue creado: para sufrir, para desgarrarse y sangrar sobre hojas de papel que deben ser llenadas con palabras y frases dramáticas, para bañar las ilusiones y fantasías que brotan de tu imaginación tan plácidamente.


Y hoy el fin le llegó a esta última ilusión que venías gestando en tus vísceras y que has alimentado por días, semanas y meses con pequeñas ramas de acciones enaltecidas por tu amor irracional y desmedido. Ramas que, a pesar de ser pequeñas, hacen crecer la llama y la vuelven incendio. Y ahora, amiga mía, ese incendio está arrasando con todo el espejismo que creaste, y no te importa verlo arder. Lo ves y bailas entre el humo, las llamaradas, el fuego y la devastación. Bailas y celebras mientras el fuego quema tu piel, abraza tu cuerpo, y sigues caminando entre las llamas. La lumbre que va consumiéndote poco a poco ya ha arrancado tu piel, ya ha destrozado la carne, llegó al hueso, llegó a tu alma. Te entregas. Porque a esto viniste a esta tierra: a entregarte.


Fuego y devastación alimentados por ideas y falsas esperanzas que con oleadas de realidades deben extinguirse. Solo las verdades lo apagarán, verdades que duelen y queman más que el propio incendio. Con las cenizas has de enterrar los restos de ese amor no correspondido, sepultarlo con tus propias manos, con aquellas manos que acariciaron ese cuerpo desnudo y tan deseado aquella noche de agosto, una noche que ya no sabes distinguir si fue un montaje de tu vívida y creativa fantasía.


Y has de enterrarlo junto al resto de otros grandes y pequeños amores que ya han sido calcinados a lo largo de tu vida. Montículos que cubren el suelo firme de tu razón. Tumbas sin lápida para no identificarlos, para no recordarlos, para no revivirlos.

Con tus manos has de cubrir cada rastro de lo que pudo ser y no fue. Es momento de gritar: ¡Basta! ¡Basta! ¡BASTA!


Ni siquiera intentes ahogar la súplica con risas y cantos falsos que solo buscan perpetuar esta masacre.

 
 
 

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