La quietud del naufragio
- Pao Romero

- 12 oct
- 5 Min. de lectura
I. El día que el cuerpo despertó
Despertar con ganas de hacer cosas es como ver entrar un rayo de sol después de varias semanas nubladas. La luz se cuela sutilmente, pero se hace notar; abro los ojos y, por un instante, la vida no pesa tanto.Hoy desperté así, con un impulso que pasó de cero a cien en segundos.
Pero no me fío del todo: me quedo expectante, observando si permanece o si solo es el impulso efímero de haber despertado. No puedo llamarlo alegría. La alegría viene después, cuando reconozco esa chispa que enciende mis neuronas y las conecta con las ganas de existir.
¿Sabes qué significa? Que el medicamento está haciendo efecto.Mi química interna se estabiliza; casi puedo sentir las sinapsis cumpliendo su trabajo, funcionando.Y, de pronto, todo —lo mínimo— se vuelve posible.
II. La incomodidad de explicar lo invisible
Nunca me he dado a la tarea de contarte cómo se siente entrar en un cuadro depresivo, ni cómo es salir de él. En el fondo, me cuesta hacerlo porque, cuando lo intento, siento que me justifico.
He escuchado demasiadas veces : “Estás exagerando.” “Solo eres floja.” “¿Por qué estás deprimida si lo tienes todo?” “Todo está en tu cabeza.”
Cada frase resuena como un eco ácido, una forma elegante de invalidar mi experiencia. Y sí: todo está en mi cabeza, pero no por actitud ni por flojera. Es un problema químico, de neurotransmisores y circuitos que se desajustan, un mecanismo interno que no depende de mi voluntad.
A veces bromeo diciendo que estoy mal cableada, pero hay días en que esa broma pesa. El cableado se siente real; los cortocircuitos, también. Explicarlo con palabras siempre me ha parecido inútil, pero ese impulso —tan físico, tan simple— me devuelve el lenguaje.
Y esta mañana, al despertar con ganas de existir, quise intentarlo:describir esa sensación sutil, esa chispa que enciende mis neuronas, ese impulso que vuelve lentamente a mi cuerpo. Todo eso que parece invisible a los ojos de los demás, pero que para mí define la diferencia entre sobrevivir y sentirme viva.
En algo tan cotidiano como abrir los ojos ya podría nombrar varios impulsos eléctricos:la fuerza para levantarme de la cama, el deseo de sentir el agua cayendo sobre mi piel, la energía que empuja mis pasos mientras Ramón espera su paseo. Salgo a la calle con el cuerpo despierto, con el rostro menos pesado, capaz de decir “buenos días” sin sentir que miento. Hasta el ladrido histérico de Ramón me parece una forma torpe, pero viva, de alegría.
Todo esto es una cadena de reacciones que nacen gracias al impulso del medicamento haciendo efecto en mi cerebro. Hoy que desperté con ganas de existir, decidí escribir esto: cómo se siente empezar a salir de la depresión. De mi depresión. Cuando la tacha me explota.
III. La historia de los ciclos
He vivido con depresión más de una década.Trece años acompañada por tratamientos médicos, terapia y la observación minuciosa de mi propio cuerpo y mente.
A lo largo de este tiempo he recibido toda clase de comentarios sobre tomar medicamento:que si “no lo necesitas”, que si “solo es flojera”, que si “deberías arreglártelas sola”.No los enumeraré más; basta decir que los he escuchado todos.Pero no es cuestión de actitud ni de voluntad. Es química: circuitos que a veces se desajustan y me dejan a la deriva, flotando en un cuerpo que no siempre obedece.
Cuando recién me diagnosticaron, tenía veinte años. La psiquiatra me dio la noticia y me advirtió que debía tomar medicamento. La pregunta natural fue:—¿Cuánto tiempo tendré que tomarlo?—Ella respondió con ligereza:—Probablemente seis meses.—
Spoiler alert: fueron más de seis meses; no se trataba de una depresión pasajera.
Los años pasaron, y cuando llevaba dos con tratamiento volví a preguntar:—¿Cuánto tiempo más?—Su respuesta fue más honesta de lo que esperaba:—Depende. Probablemente en algún momento te daré de alta, pero cuando haya cambios importantes en tu vida, puede que necesites retomarla.—
—¿Qué tipo de cambios?— pregunté.
—Tal vez si te mudas, te separas, cambias de trabajo o te embarazas.—
A los veintidós, todo eso parecía lejano: la universidad, mi pareja, vivir con mis papás.Los grandes cambios de la vida todavía no llegaban.
Entre los veintidós y los veintiocho años, los episodios depresivos fueron esporádicos, casi ausentes. La sensación de normalidad parecía posible.Incluso estuve un año y medio sin medicación, tras recibir el alta.Fue un tiempo extraño, dulce y frágil, de libertad relativa, porque vivía con el miedo de volver a caer.
Pero la adultez llegó: las crisis de pareja, la separación, la independencia.Y con ella, el estrés de pagar mis gastos, cuidar a Ramón, cumplir con el trabajo, sostener mi vida.Entonces, poco a poco, el agua volvió a subir hasta cubrirme el cuello. No supe en qué momento exacto pasó, pero los episodios regresaron.
La depresión no es tristeza pasajera. Es un estado que consume cada fibra del cuerpo y la mente, de forma silenciosa. Solo un alma experta puede identificar sus señales al instante.
El cansancio depresivo es particular: como un traje de trescientos kilos que recubre cada movimiento. Caminar, levantarse de la cama, incluso abrir los ojos, requiere un impulso que no siempre aparece.
Con la medicación, sin embargo, algo cambia.Ese impulso vuelve como un hilo eléctrico, chispeando primero en pequeños gestos: levantarse con energía, bañarse con cierta alegría, sacar a Ramón a pasear, salir a la calle y decir los buenos días sin sentir que miento.Todo esto es una cadena de reacciones: una danza delicada entre la química interna y la vida cotidiana. Y cuando esa danza posee mi cuerpo, lo mejor es dejarse llevar, disfrutarla, porque nunca sé si durará poco o si será un equilibrio más estable.
Después de tantos años, he desarrollado un sexto sentido rudimentario: puedo percibir, casi de inmediato, cuándo el medicamento empieza a surtir efecto. Es un cambio sutil pero inconfundible, físico y mental: la energía vuelve a circular, la atención se enfoca, los pensamientos se alinean y, por un instante, el mundo deja de sentirse como un peso imposible. Es un respiro, un pequeño milagro, la señal de que todavía hay vida dentro de mí, de que puedo existir sin que la depresión me arrastre.
Pero detectar el inicio de una depresión es distinto.Incluso con medicación he atravesado episodios —los últimos tres años, especialmente intensos—, con al menos uno por año que me ha puesto a prueba.Con el tiempo he aprendido a reconocer las señales: el cansancio que se instala sin aviso, la desconexión lenta, la mente que se apaga como una luz al final del día.Cada vez me cuesta menos admitirlo y decirme: te estás deprimiendo, es momento de tomar medidas.Pasé de tardarme un año en reconocerlo en voz alta a hacerlo en apenas dos meses.Porque incluso para alguien que ha vivido con depresión toda su vida adulta, aceptar que estás entrando en un cuadro grave sigue siendo una tarea difícil, casi dolorosa.
Cada ciclo, cada recaída, cada retorno de la lucidez deja huella. No se trata solo de sobrevivir, sino de aprender a reconocer las señales del propio cuerpo, a celebrar los pequeños milagros cotidianos que los antidepresivos me permiten sentir. Es una historia de ciclos, sí, pero también de luz que vuelve, de impulsos eléctricos que incendian mi cerebro, de vida que regresa después de la tormenta.
IV. Epílogo
Desperté a las siete de la mañana con ganas de vivir. No euforia, no felicidad desbordada. Solo ganas.
La luz se filtraba por la ventana y, por primera vez en mucho tiempo, el cuerpo no pesaba tanto. Me quedé quieta unos minutos, observando cómo esa calma se extendía dentro de mí, como si el cerebro y el alma por fin respiraran al mismo ritmo.
No pensé en cuánto duraría, ni si mañana volvería a sentirlo.Solo quise estar ahí, en ese instante breve donde todo funciona:donde el medicamento y yo estamos sincronizados,donde vivir no se siente como una tarea pendiente.
Hoy desperté con ganas, y eso —para mí— ya es suficiente.




Comentarios